Onte, 23 de setembro, cumpríronse douscentos anos do nacemento na rúa Canicouba tudense do escritor e historiador tudense Leopoldo Martínez Padín, a quen lle temos dedicado o último post deaste blogue.
Hoxe completamos esta achega sobre
Martínez Padín recollendo un breve relato ou narración histórica sobre o pasado
de Tui. Cómpre lembrar que a figura de Leopoldo Martínez Padín e a súa obra, especialmente
a referida á historia de Galicia, necesita ser contextualizada dun dobre sentido
para a súa axeitada comprensión.
Por unha banda, reivindicando a
singular aportación que significa a publicación en 1849 do primeiro volume da “Historia
política, religiosa y decriptiva de Galicia” que destaca polo amplo enfoque e
cun ambicioso plan a desenvolver. En ella no sólo intenta narrar los
acontecimiento sino que examina también, auunque con muy poca profundidad y
rigor científico, todos los aspectos (a la altura de su época) greográfico-socio-económico-políticos
de la sociedad gallega[1]
O escrito que achegamos é
anterior á edición da Historia, publicado na sección “La Armonia” que
dirixia no xornal compostelán “El avisador santiagués” que o acolleu nas súas
páxina logo do fracaso do seu proxecto xornalístico, “La Armonía”. Pero este
relato posúe os elementos de caracterizan á historiografía romántica galega do
século XIX que ten a súa primeira expresión na obra de José Verea y Aguiar Historia
de Galicia. Primera parte que comprende los orígenes y estado de los pueblos
septentrionales y occidentales de España antes de su conquista por los romanos
(editada en Ferrol en 1838) a cuxo ronsel se incorporan as obras de Martínez
Padín (1849), Benito Vicetto (1865-1873) e finalmente Manuel Murguía (1865-1913).
As obras dos románticos se
caracteriza por unha reivindicación dos dereitos históricos de Galicia que dan
unha base teórica e práctica ao provincialismo, primeiro, e logo ás definicións
da nacionalidade galega. Con todo, son obras -como é o caso de Martínez Padín-
que conservan un aire de relato cun tratamento escasamente crítico das fontes,
baseándose nas crónicas medievais antes que nos documentos. Continúa A. Mato na
súa análise historiográfica: Esta idea que está en relación directa con la
decisión asumida de construir el pasado histórico de Galicia, se puede definir
como la toma de conciencia sobre el hecho diferencial gallego (...) pero ello
no significa que tenga elaborado un concepto de nación gallega, que solo estará
teorizado de forma clara en Murguía, mientras que en los restantes dominaron la
ambigüedad y la vaguedad, mezclando continuamente términos entre ellos: provincia,
nación, nacionalidad, región, patria, pequeña patria... a la hora de referirse
a Galicia
Como comentamos no anterior post
sobre Martínez Padín este forma parte da xeración de 1846 e conta cunha
ideoloxía liberal, no seu caso moi moderada, e provincialista que reflicte nos
seus escritos históricos nos que denuncia os problemas da sociedade galega do
momento (as comunicacións, por exemplo) cun concepto rexeneracionista. Pero en
liña con outros autores románticos como Walter Scott, Friedrich Schiller ou Friedrich
Gottlieb Klopstock.... o tudense Martínez Padín, como logo Vicetto, é un
novelador da historia, pois aprendera que as escenas do pasado poden ser
asumidas máis facilmente gracias á imaxinación e a un aroma de epopea.
O breve relato que achegamos
sobre a reconquista de Tui do poder dos musulmáns, recolle efectivamente o que
vimos de comentar: un feito novelado, cos necesarios ingredientes de dramatismo
heroico para chegar aos lectores, para crear unha identificación cun pasado que
reforce a identidade propia no presente.
Martínez Padín recolle feitos históricos: a presenza de tropas musulmáns no territorio tudense -sen asentamentos permanentes-, a resistencia dos seus habitantes, a existencia do excepcional recinto fortificado do Monte Aloia e a primeira “reconquista” polos cristiáns do reino de Asturias co rei Afonso I en torno ao ano 739. Arredor deste acontecementos o historiador tudense constrúe o seu relato, a súa historia novelada... que tanto ten contribuído a asentar a identidade propia de Galicia e mesmo da nosa propia cidade
GLORIAS DE
GALICIA
LA RECONQUISTA
DE TUY
Eran pasado cerca de ocho lustros desde que el asolador de
Sevilla y de Mérida, después de la muerte del último Rey godo, había reducido
la antigua capital de los Grovios a un montón de escombros. La sangre de los
fieles Tudenses, de los ministros del Redentor, aún humeaba sobre las piedras y
cuando por la noche algún cristiano asomaba su mirada escudriñadora por entre
las grietas de las peñas del monte Aloya, parecíale ver la llama que iluminara
el tremendo sacrificio.
Los guerreros animosos, afilando sus puñales miraban con
avidez rabiosa, desde las empinadas cumbres del mismo monte, á la dilatada
llanura y traían de propósito a su memoria la noche, en que las vegas del Oro
estaban iluminadas por el incendio de la ciudad y en que los gemidos de la
víctimas se confundían con los alaridos de los invasores. Atizaban el fuego de
la venganza en los corazones de los jóvenes representándoles el mar de sangre
del que habían huido y les adiestraban en la pelea.
El monte Aloya, colocado en una línea media entre el norte y
el occidente de la Tuy actual, se eleva imponente al fin de un ameno valle,
como un promontorio escarpado á las orillas del pacífico mar, su gigantesca
altura y peladas rocas le hacen semejante a una balumba inmensa de informes
nubes, que se descuelgan sobre la tierra por un lado del horizonte: unos
cuantos árboles coronan su alta cima, como una maceta de flores sobre las
viejas almenas de un castillo medio derruido, entre ellos aparece una hermita y
un caserío á la manera que los peñascos entre las azules olas del mar. El que llega
fatigado después de haber subido su difícil pendiente halla rústicos escabeles
en que sentarse y una sencilla fuente de dulcísimas aguas mitigará su sed: verá
en lontananza á un lado el lejano océano, á otro un mar de montañas, en frente
pintorescas campiñas y debajo de sus pies los restos de una antigua muralla,
que recuerda al arqueólogo y al historiador, la existencia de una ciudad que el
soplo de los tiempos ha disipado.
El origen de ella es muy sencillo.
En el siglo VIII tenía el Aloya a sus plantas la antigua Tide
y la encubriría todas las tardes con un pabellón de sombras; allí había
palacios y en ella se vieron muy cercanos el báculo pastoral y el regio cetro.
Vencido el león de España en Guadalete y taladas sus campiñas, Muza tendió su
alfanje sobre el pueblo de Diomedes; de la general matanza pudieron librarse
algunos de sus habitantes y se encaramaron en la montaña, de donde se defendían
con heroísmo. Cuando los sangrientos ismaelitas llevaban su maléfica influencia
a los demás puntos de la comarca, los animosos cristianos construían robustos
muros, resueltos a estar constantemente al acecho como el águila, para
aprovecharse de los descuidos del enemigo y dejarle solo paso por encima de sus
cadáveres.
Estos eran los que desde el Aloya miraban á la llanura y los
que adiestraban á sus hijos, así en fortificar el monte como en manejar las
espadas y la azagaya, y les infundían un inmortal odio a la sarracénica raza.
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Tramo da muralla ciclópea do Monte Aloia |
II
La noche se aprecia en el horizonte, los cristianos se
disponían a la vigilia, pues durante todo el día se advirtiera agitación en el
campo sarraceno y el monte era coronado de hogueras, que desde la llanura la
hacían semejante al Etna, cuando el volcán vomita torrentes de lava. Los moros
estando cansados de la obstinación de los tudenses, cuando los demás pueblos de
Galicia habían entregado el cuello a sus comitarcas o se habían postrado antes
sus medias lunas, disponían circuncidarlos por todas partes, acometer enseguida
y hacerlos sucumbir á viva fuerza entre la desesperación y el hambre, sin que
ninguno pudiese salvarse. Tantos eran los soldados que para esta empresa habían
concurrido que, colocados unos detrás de otros y perfectamente unidos cubrían todo
el monte desde la falda hasta la cúspide, en donde los pocos guerreros de la
cruz, con sus familias, se anidaban.
En tanto que unos extendían el proyectado cerco, una legión
se encaramaba por los riscos y no bastaban a contenerla las enormes piedras,
que rodando venían desde la cima y diezmaban a cada instante su gente, llevando
soldados consigo a estrellarse en las simas profundas que había o dejándoles
clavados en las peñas erizadas de puntas que se hallaban al paso. Otra cohorte
salió a reforzar a la primera y otros muchos ascendieron por opuestos lados. Lo
que convenía era la muerte de los cristianos: poco importaba que cada una de
sus cabezas costase centenares de sarracenos.
“Alá recogerá nuestra sangre, decían estos, en los charcos
que ella haga con la de los perros cristianos, para darnos una más lozana
existencia en el Edén de los Huríes! ¡Vamos, vamos! ¡Que en lechos de cadáveres
cristianos dormirán nuestras armas, satisfechas ya de su sangre ¡vamos! ¡Y en
un castillo que haremos con sus cabezas se elevarán las lunas vencedoras!”.
Esto diciendo seguían trepando, como gamos, por las rocas y redoblaban a cada
momento sus guerreras esclamaciones.
Las mugeres cristianas, reunidas en un templo, que habían
fabricado ellas mismas, mezclaban las más fervorosas súplicas con lágrimas de
dolor por sus queridos hijos, que se defendían como los javalies acosados por
los leopardos, al mismo tiempo que los ancianos llevaban en procesión al
rededor de la hermita, el sagrado signo de nuestra redención, entonando
cánticos relijiosos.
Los guerreros veían que era inútil la defensa, y que sería
mejor acometer, así para que el enemigo creyese que eran numerosas las fuerzas
que tenían, como para contener su ímpetu, aunque quedasen en la demanda. Salió
pues un pelotón de bravos tudenses y con la muerte á los ojos, cubierto el
pecho con los escudos, se dirijieron, espada en mano, hacia donde la fuerza era
más numerosa. El choque fue tremendo y mortal para los árabes que los
recibieran. Todas las fuerzas que habían subido a la montaña, se agruparan, los
cercaron y aunque aquellos, vueltas las espaldas unos a otros, y la frente al
enemigo, regaron con su sangre el suelo, después de amontonar cadáveres en
torno suyo, hubieron de sucumbir al número. La muerte no fue tan benéfica que
los alcanzase y se hallaron entre las redes de hierro de los moros que
descendieron cantando himnos de alegría.
III
Los gritos de las madres y las hermanas de los prisioneros
producían un ruido semejante á las olas del mar, cuando estas mezclan su
estruendo con los clamores de los náufragos marineros: los ancianos, por el
contrario, silenciosos y dejando ver en sus frentes la altivez que les había
dado su antigua profesión militar, descolgaban de los árboles sus enmohecidas
armas y se las vestían para salir al combate, los jóvenes pugnaban con las
primeras porque les dejasen arrojarse sobre los asesinos de sus hermanos y
ellas, abrazadas a sus rodillas, lo impedían.
Entanto los moros paseaban en triunfo por la llanura,
ostentando su rica presa: llevaban desnudos y encadenados a los valientes
soldados que habían preferido la muerte a la esclavitud y al olvido de los
deberes que su fé les imponía.
Después de este alarde, vióse salir del campo sarraceno un
parlamentario, que enarvolando la bandera de la paz, se encaramó en las breñas:
salieron a recibirlo dos ardientes guerreros, sin espadas ni corazas, el
primero habló y dijo: “vengo como veis a ofreceros la oliva la paz y espero la
acetaréis, la espada de nuestro señor y rey será vuestra defensa y sus hijos
vuestros hermanos; pero ¡ay de vosotros si no os rendís! El azote de su rigor
caerá sobre vuestras espaldas y vuestros compañeros, que ya tenemos en nuestras
manos, sufrirán el mismo castigo que ese hombre á quien adoráis como Dios”. Un
grito ronco de indignación que estremeció la cúspide del Aloya, y los habían
salido a recibir al moro le volvieron la espalda sin proferir una sola palabra.
El también se volvió a la llanura.
De nuevo las sombras de la noche cubrieron aquel espeutáculo
horroroso. En una corta esplanada que se halla en la falda del monte, al lado
de la Tuy actual, encendieron los mahometanos multitud de hogueras y junto a
cada una de ellas se elevaba una cruz; mezclados con este horrible aparato
aparecieron los infelices cautivos aherrojados de la misma suerte que habían
recorrido las vegas, un verdugo cogía el estremo de cada una de sus cadenas y
no tardó mucho en vérseles dar principio á su abominable consigna. De los
cristianos, unos eran entregados a las llamas y abrasados lentamente, empezando
esta bárbara ejecución por las extremidades de sus pies y manos, otros eran
alzados en las cruces y elevados ó ahorcados en ellas, y sus alaridos y
súplicas al cielo se confundían con los que sonaban en la altura y con las
horrísonas detonaciones que estallaban en las nubes, como la voz de renovación
de la divinidad airada.
O rei Afonso I de Asturias. Escultura en Jardín de los Reyes Caudillos de Oviedo |
CONCLUSION
A la manera que el granizo se desprende de la ennegrecida
atmósfera, llovían enormes piedras sobre las huestes de Muza y salieron los
cristianos de la cumbre seguidos de sus mugeres y niños, desparramándose
rabiosos por todas las bertientes del monte. Más ¿Qué va a hacer ese puñado de
valientes trabajados por el hambre y acosados por la sed? Los moros los esperan
oponiendo a su valor una muralla de picas que, aún a ser rota en algún punto,
se hallaría muy luego reconstruida; porque los enemigos son muchos… Empero ¿Por
qué huyen estos? ¿Por qué abandonan los medio quemados cadáveres de los hijos
del Salvador? Los Sarracenos se atropellan, buscan en vano un camino para su
salvación, mueren debajo de los cascos de sus caballos y no hay refugio para
ninguno: los tudenses gritan VICTORIA y corrían a abrazar los restos de los
prisioneros y a soltar a los que quedaron con vida. ¿Qué luminoso astro ha
brillado para ellos?
D. ALONSO EL GRANDE, el católico, el ilustre hienro de
Pelayo, el vencedor de Lugo, de Auria y de cien ciudades en Castilla se acerca,
delante él camina el terror, tiene la muerte en sus manos, le sigue la victoria
y la paz.[2]
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